Día doscientos veinticuatro.
De pronto me encontraba haciendo un castillo. Un castillito de naipes de arena y cartón. Recuerdo el olor cada vez que cierro los ojos. Huele a él, huele a él. No lo vi venir. No vi venir el remolino de arena y viento que se acercaba a toda velocidad hacia ese punto justo en el que yo estaba. Me había perdido tanto en aquellos naipes, en aquel castillito. Paz. Pan. Par. Y el remolino. Era arena, pero otra arena, no era mi arena, no. Empezó por la base, la derribó y el castillito se hundió sin pensárselo ni un solo segundo. Se hundió tan rápido como se había levantado y allí me quedé yo, encogida bajo montones de cartón y más —muchos más— montones de arena. Y cal. De nuevo, ¿cuál era la buena? Se me cayó el castillito y no había nadie para verlo. Ni un solo testigo. Ni uno. No. Nada. Nain. Niet. ¿Cómo le explico yo a la gente que se me ha caído el castillito si no tengo cobertura? Y allí, de rodillas, encogidita como si aquello fuera a protegerme de algo me quedé dormida mientras llorab...