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Mostrando entradas de noviembre, 2024

Día doscientos dieciséis.

Me salvó el amor de mi vida.  Me di al alcohol, a la noche, a la furia, a la tristeza, al desahogo a gritos en mitad del caos, a la lujuria, al miedo. Me di de bruces contra el suelo una y mil (millones de) veces. Me di la espalda, me apuñalé, me vacié y me llené de basura. Lo perdí todo menos la memoria y la memoria me fue matando. Me hice víctima y verdugo. Me regodeé en el dolor, me dañé, me herí, me recreé en el sufrimiento, me bañé en la miseria, me retorcí de gusto en la angustia. Todos estaban contra mí, yo no tenía culpa de nada. Nadie me quería, nadie me escuchaba, nadie me veía. Y un día exploté y lo puse todo perdido (de dolor que es un color feísimo). Me vacié por completo y me tocó volver a llenarme y fue entonces cuando descubrí quién había estado ahí siempre aguantando, quién me había recogido todas las veces del suelo, quién me escuchaba cada noche, quién me abrazaba cuando estaba sentada en el suelo pensando en lo impensable, quién me juzgaba con fiereza pero nunca...

Día doscientos quince.

Seguí andando porque pensaba que sabía el camino. Pero no lo sabía. Me habían cambiado la ruta, las señales y el destino  en un cerrar de ojos.  No me había dado cuenta...  ¡Es que no lo sabía! Así que seguí andando.  Y anduve                    anduve                                   anduve. Llegué a unas escaleras y las bajé.  Llegué a un puente y lo crucé.  Llegué a una puerta y llamé.  Llegué y me grabé el mensaje bajo la piel.  Y allí de pie, con los brazos abiertos,  con la piel cayendo a tiras, me entregué.