Día doscientos diecisiete.
Eran exactamente las tres y treinta y tres de la madrugada cuando enfilé el último tramo de carretera en dirección a casa. Volvía después de una visita nocturna de esas inesperadas, de esas que aparecen de la nada como un personaje secundario en un sueño cualquiera. El año comenzaba, aunque apenas pudiera verlo, porque al girar en esa última curva, empecé a atravesar bancos de niebla. El primero apenas una nubecita, como cuando pellizcas un algodón de azúcar y comienzas a tirar levemente para llevarte un buen trozo a la boca. El segundo ganó densidad. Para cuando llegó el quinto, casi no podía ver un metro más allá. Nunca me ha puesto nerviosa la niebla, estoy acostumbrada y, de hecho, me gusta conducir en esas mañanas que auguran tardes de paseo, pero esa noche había algo aterrador en el brillo que me devolvía el manto blanco que envolvía mi coche por completo. Era cegador. Di las gracias por encontrarme a menos de un kilómetro de casa y me sorprendí a mí misma intentando relajarme lanzándome pequeños mensajes de ánimo que, más que calmarme, comenzaban a tener el efecto contrario. Subí el volumen de la música y empecé a cantar a todo lo que daban mis pulmones —que seguían recuperándose de la gripe— cuando lo vi: un animal había comenzado a cruzar la carretera.
Pegué un frenazo, que es lo que se supone que no debes hacer cuando un animal cruza delante de tu vehículo, mucho menos en noche cerrada y sin ninguna visibilidad. Pero frené porque no hacerlo no ha entrado nunca en mis planes. Tenía reciente la experiencia de un proceso febril por la gripe, por lo que sabía que en ese momento estaba viviendo todo lo contrario: me había quedado totalmente congelada. En la carretera, a menos de un metro del morro de mi coche, había un animal enorme que me miraba directamente a los ojos. Activé el seguro de las puertas como si temiera que aquel ser que me observaba fijamente fuera a meterse allí conmigo en cualquier momento. En un segundo gesto automático, apagué la música. ¿Aquello hizo que el animal notara algún cambio? Sin duda algo tuvo que notar, pues se movió sin despegar su mirada de la mía. Primero hacía su izquierda, para después volver al mismo punto en el que nos habíamos encontrado.
—No puede ser. Es imposible —fui, por fin, capaz de susurrar.
No daba crédito. ¿Estaría teniendo fiebre de nuevo? Cuando noté que había un animal cruzando la carretera, había esperado un gato o un perro, un jabalí quizá, cosa que también era habitual. Pero mi cerebro no podía entender lo que estaba viendo, se negaba a aceptar lo que parecía estar mirándome tan intensamente desde el centro de aquel banco de niebla deslumbrante. Desde luego aquello no era un jabalí, tampoco un perro. Podría haber sido un gato, pero un gato enorme, que me hacía frente desde la mitad de la luna de mi coche, apuntándome con aquellos colmillos que me helaban la sangre. No podía dejar de intentar calcular cuánto medirían aquellas cuchillas largas y curvadas que me tenían hipnotizada. ¿Había perdido la cabeza? Eso o que la fiebre hubiera vuelto eran las únicas respuestas posibles. Sabía que estaba perdiendo la cabeza, de eso no tenía ninguna duda a esas alturas, pero creía que era en sentido figurado, nunca había pensado que comenzaría a alucinar.
—Por favor, muévete, vete. Por favor —supliqué a aquel majestuoso animal que, supuestamente, debería estar extinto desde hacía 10.000 años, pero que en ese momento se encontraba en medio de La Mancha, como si de una liebrecilla se tratara.
Y, de pronto, desapareció tal y como había aparecido. Mi reacción fue pisar el acelerador mientras ponía el coche en modo sport y salía de allí como alma que lleva el diablo, rezando a cualquier dios que estuviera escuchando, que nada ni nadie más se cruzara en la carretera hasta, por lo menos, llegar al tramo donde las farolas iluminarían mi camino y me sentiría a salvo. Llegué en apenas cinco segundos, pues todo había ocurrido a las puertas del pueblo, solo que con aquella niebla, no había sido capaz de calcular la distancia. Aparqué en la puerta de casa y salté del coche casi dejándolo en marcha. Entré corriendo en casa, cerré la puerta tras de mí con un portazo y me dejé caer sobre ella mientras rompía a llorar de los nervios. Tenía clara una sola cosa: no entendía absolutamente nada de lo que había pasado y tampoco sabía cómo empezar a entenderlo.
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