Día doscientos veintitrés.

No había celebrado yo una noche de San Juan antes y mira que yo siempre he sido muy de quemar cosas y de Juanes. Pero he solido elegir siempre la oscuridad antes que la luz, una que es idiota, sin más.

Pero anoche todo era luz: el fuego, la luciérnaga, las estrellas, los faros de los coches, los fuegos artificiales, los fuegos fatuos. Enciendes una hoguera dentro de una cueva y  no puedes evitar viajar en el tiempo y acordarte de Luisto acusándote de haber copiado en el examen de Filo porque «esto no lo has podido escribir tú, es la alegoría tal cual la escribió Platón, has copiado, estás suspensa», «pero si ni sabía que había examen, no estudié», «¿ah, no? Pues estás suspensa por presentarte al examen sin estudiar», inserte aquí a Juan Tamariz tocando el violín. Sentada de espaldas al fuego, mirando al exterior porque sabes que no puedes caer otra vez en quedarte embobada viendo las sombras, que no estudiarías, pero lo de la caverna te lo sabes tú perfectamente, Maripuri, ves un brillito pegado a la pared. No tiene ningún sentido que ahí, en medio de la nada, en esa oscuridad tan cegadora aparezca una luz verde. ¿Es una esmeralda? No, porque no hay ningún foco de luz que pueda hacer que la esmeralda brille. No puede ser el fuego, eres tú la que está tapando la luz. ¿Verán los coches allá abajo una sombra, que es la tuya, que les haga pensar en cavernas y mitos y mierdas? Na. Y, ¿esa luz verde? ¿Es el pilotito de una cámara? ¡Lo sabía! Encontré por fin la prueba de que todo esto, la vida, no es más que un «Show de Truman», ahora tiene sentido. Voy a acercarme a la cámara y a hacer un alegato final en primerísimo plano antes de salir por la puerta lateral y no volver nunca. Pero no es una cámara. 

Joder, llevaba más de veinte años, ¿veinticinco quizá?, sin ver una en persona. Es una luciérnaga. Y veo esa tapa llena de gusanitos rosas que brillan de una forma exagerada, casi irreal, tengo doce años y huele a césped recién cortado. Es de noche, quizá también una noche de San Juan. Miro totalmente embelesada aquel montón de luciérnagas que iluminan una fiesta de caracolas, que no dejan de moverse a un ritmo descaradamente leeeeeento. Pero ahí están, como el tiempo, pasando despacio, sin parar. La congoja me atraviesa de pronto cuando muerdo una ciruela que ya no existe. Se llama Claudia, sabe a miel, no las he vuelto a probar igual. Me abrazo y miro al cielo, porque seguro que por ahí anda el agricultor y mira que me cuesta a mí creer en algunas cosas y qué poco me cuesta creer en otras. Con el pecho encogido me separo de la luciérnaga. Acabo de pegarme un viaje de más de veinte años —cuarenta de ida y vuelta—, me siento en la banquetilla rezando por no caerme al suelo. A mi espalda oigo el crepitar del fuego y oigo el crepitar de ti. En un continuo andar y arrastrar y quemar. Colocar y poner. Dejar. Quemar. Y vienes y me tocas y no te das cuenta de que solo eso ya me hace volver porque no estaba, estaba por ahí, en otro tiempo y otro sitio y con otras luciérnagas. Y me dices que la luz de las luciérnagas allí es intermitente y yo alucino, porque siempre alucino, es otro de mis superpoderes. Y búscalo, verás. Y lo busco, veo. Y es alucinante, así que vuelvo a alucinar, porque es otro de mis superpoderes. Ah, perdón, que lo había dicho ya. 

Y te sientas y me siento y miro al cielo y me encantaría poder explicarte todas y cada una de las constelaciones que no sé ver porque   te quiero   contar cosas todo el rato. Pero me callo, porque también puedo estar callada todo el rato y eso es una novedad que me encanta. Todo el rato.




No había celebrado yo nunca una noche de San Juan. 

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