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Día doscientos veintitrés.

No había celebrado yo una noche de San Juan antes y mira que yo siempre he sido muy de quemar cosas y de Juanes. Pero he solido elegir siempre la oscuridad antes que la luz, una que es idiota, sin más. Pero anoche todo era luz: el fuego, la luciérnaga, las estrellas, los faros de los coches, los fuegos artificiales, los fuegos fatuos. Enciendes una hoguera dentro de una cueva y  no puedes evitar viajar en el tiempo y acordarte de Luisto acusándote de haber copiado en el examen de Filo porque  «esto no lo has podido escribir tú, es la alegoría tal cual la escribió Platón, has copiado, estás suspensa»,  «pero si ni sabía que había examen, no estudié»,  «¿ah, no? Pues estás suspensa por presentarte al examen sin estudiar»,  inserte aquí a Juan Tamariz tocando el violín. Sentada de espaldas al fuego, mirando al exterior porque sabes que no puedes caer otra vez en quedarte embobada viendo las sombras, que no estudiarías, pero lo de la caverna te lo sabes tú perfectam...

Día doscientos veintidós.

Me han dicho que esta noche la Luna huele a ti.  «Se habrá acostado en ella», he contestado yo. ¿Qué sabrán? ¿Qué van a saber cómo hueles? Hay un perro ladrando en la escalera, le ladra a las estrellas, incluso aunque no puede verlas, pero yo sé que lo hace porque huelen a sol, a mar, a arena. Se equivoca también, el verano lo tiene confundido, no sabe que todo eso que huele es el aroma de tu piel. Y sigue ladrando, está de espaldas, lo llamo y no me oye. Lo toco y no me siente. Es un nudo de nervios encerrado en un cuerpo tan pequeño como rabioso. Y me enfado. Me falta hoy arena.  Me tumbo en la cama, no he cambiado las sábanas, hoy no. No se me ha olvidado, es que no he querido porque se me olvidó robarle su camiseta sin que se diera cuenta. Lo tenía todo planeado, en cuanto se despistara ¡zas! y pijama nuevo. Si no puedo tener su piel, por lo menos tener algo que haya estado tan pegado. Hundo la nariz en la almohada, aquí, donde ayer... donde no hace ni veinticuatro horas é...

Día doscientos veintiuno.

Todos tenemos un amigo del que no le hablamos a nadie. Y no es porque sea una persona exageradamente desagradable, borde o imbécil, no tiene por qué ser ninguna de las tres cosas en realidad, simplemente es una persona quizá un tanto  «meh», de esas que dan perecita, que no quieres presentarle a nadie más para que no te pregunten  «oye, joder, ¿y esto por qué?».  Pero a la vez no quieres separarte de esa persona porque no tiene nada muy malo. Quizá es un poco dramas, o tiene mala suerte, o no deja de hablar de la misma afición una y otra y ooootra vez. Probablemente incluso quieras a ese amigo, ¿por qué no ibas a hacerlo? Seguro que lo conoces de toda la vida.  Me pasa un poco, no te lo voy a ocultar a estas alturas, además, seguro que estás pensando que si estoy hablando de esto es por algo y es verdad. Soy de esas personas. Intento ir por la vida dejando huella, pero a la hora de la verdad, me parezco más a una ola dejando un surco en la orilla que será rápidamente...

Día doscientos veinte.

 ¿Cuántas de mis expresiones son mías?  ¿Cuántas son heredadas? ¿Cuántas son copiadas? ¿Cuántas son prestadas? De todo esto que yo soy hoy, ¿qué porcentaje me corresponde a mí? ¿De cuál tienes tú el usufructo? Si me voy a dormir hoy, ¿de quién será mi voz mañana? A veces, pero solo a veces, soy capaz de recordar el origen de cada una de esas expresiones que uso y, entonces, me invade una ola de morriña, recuerdos y pena —muchas veces pena, sí— porque ya no ni nunca. ¿Cuándo encontraré una nueva?  A veces, mientras tiendo, sí, normalmente mientras tiendo, me pongo a pensar porque hay demasiado silencio (seguro que se me ha vuelto a olvidar poner música que acalle todos esos pensamientos) y me descubro llegando a lugares que no había visitado antes y he tendido muchas muchísimas veces en estos treinta y cinco años. Allá llegó sola y me da por mirar a los lados y, joder, qué desasosiego al correr, frenar de golpe y ver que no has llegado a ninguna parte en realidad. Me da ig...

Día doscientos diecinueve.

Ayer bajé al centro. Desconozco por qué hablo de bajar en plena llanura, pero sí, bajé. Y al final acabé bajando todavía más. Mucho, muchísimo más. Lo encontré totalmente distinto y exactamente igual a como lo recordaba. Recorrí calles que llevaba años sin pisar y todos los recuerdos entraron sin llamar a la puerta. Agolpándose unos contra otros y provocando un colapso difícil de tragar. En las plazas, vi adolescentes adolesciendo y haciendo tonterías que me recordaron, inevitablemente, a las que solíamos hacer. Mientras se tiraban bolas de papel y se insultaban, me vi rodeada de mis amigos, abrazando a desconocidos sujetando un cartel de cartón en el que informábamos de que, sí, aquella tarde repartíamos abrazos gratis. Abrazos gratis. Si hubiera sabido yo entonces del poder de algunos abrazos, quizá no habría dejado de dar abrazos gratis nunca. Quizá habría luchado por conseguir que se proclamara el día oficial de los abrazos gratis y quizá no estuviera escribiendo hoy esto porque no...

Día doscientos dieciocho.

—Dime que no eres real.  —¿Por qué?  —Tú solo dímelo.  Él la mira divertido, a punto de hacer algún chiste, de soltar alguna burrada, pero lo que ve en los ojos de aquella mujer, le hace frenarse. Hoy hay un brillo distinto en ellos, algo que no había visto antes y, de pronto, se siente algo raro, ya que había estado convencido hasta ese mismo momento de que la conocía como si se hubieran encontrado hacía toda una vida.  Ella lo sigue mirando con intensidad, como si quisiera atravesar su piel para conocer la respuesta que espera. No es ansiedad, no es desconfianza, no es duda, es algo distinto. —Dímelo. De nuevo, ese brillo en los ojos que él ahora ha podido reconocer. No es ansiedad, no es desconfianza, no es duda... —¿Qué es lo que te da tanto miedo? —pregunta él mientras la abraza.  Ella solo es capaz de lanzar un suspiro, uno de esos que nacen desde el fondo del alma. Se acurruca en su pecho, refugiándose como una niña, mientras él comienza a acariciarle el ...

Día doscientos diecisiete.

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Eran exactamente las tres y treinta y tres de la madrugada cuando enfilé el último tramo de carretera en dirección a casa. Volvía después de una visita nocturna de esas inesperadas, de esas que aparecen de la nada como un personaje secundario en un sueño cualquiera. El año comenzaba, aunque apenas pudiera verlo, porque al girar en esa última curva, empecé a atravesar bancos de niebla. El primero apenas una nubecita, como cuando pellizcas un algodón de azúcar y comienzas a tirar levemente para llevarte un buen trozo a la boca. El segundo ganó densidad. Para cuando llegó el quinto, casi no podía ver un metro más allá. Nunca me ha puesto nerviosa la niebla, estoy acostumbrada y, de hecho, me gusta conducir en esas mañanas que auguran tardes de paseo, pero esa noche había algo aterrador en el brillo que me devolvía el manto blanco que envolvía mi coche por completo. Era cegador. Di las gracias por encontrarme a menos de un kilómetro de casa y me sorprendí a mí misma intentando relajarme la...