Día doscientos veintidós.
Me han dicho que esta noche la Luna huele a ti. «Se habrá acostado en ella», he contestado yo. ¿Qué sabrán? ¿Qué van a saber cómo hueles? Hay un perro ladrando en la escalera, le ladra a las estrellas, incluso aunque no puede verlas, pero yo sé que lo hace porque huelen a sol, a mar, a arena. Se equivoca también, el verano lo tiene confundido, no sabe que todo eso que huele es el aroma de tu piel. Y sigue ladrando, está de espaldas, lo llamo y no me oye. Lo toco y no me siente. Es un nudo de nervios encerrado en un cuerpo tan pequeño como rabioso. Y me enfado.
Me falta hoy arena.
Me tumbo en la cama, no he cambiado las sábanas, hoy no. No se me ha olvidado, es que no he querido porque se me olvidó robarle su camiseta sin que se diera cuenta. Lo tenía todo planeado, en cuanto se despistara ¡zas! y pijama nuevo. Si no puedo tener su piel, por lo menos tener algo que haya estado tan pegado. Hundo la nariz en la almohada, aquí, donde ayer... donde no hace ni veinticuatro horas éramos dos. O tres. O quince, he perdido la cuenta. Si cierro muy muy fuerte los ojos casi puedo hacer que me explote la cabeza. Nada, no puedo hacer nada. Esperar. Toca esperar.
Me falta hoy miel.
Es raro tener paciencia. Es raro no necesitar. Es raro que esto no sea raro. Se me hace tan raro estar tan acostumbrada a la paz. Aunque hoy me falte miel, me falte arena. Es raro, pero joder, qué poco nos gusta lo normal.
Me falta piel.
Una que no sea mía, que esta me la tengo ya muy vista.
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