Día ciento noventa y nueve.

Que volvieran los gatos era algo que nadie veía venir. A ver, así, de noche, a oscuras, sin más luz que la  de la Luna y tal pues ciertamente que no se veía venir ni un alma. Mucho menos un gato. Pero ahí estaban. Sigilosos y sonrientes, con esos pequeños bigotes brillantes. Marramamiau. 

Me encontré uno la otra noche y al preguntarle dónde había estado todo este tiempo me dijo que yo ya lo sabía, pero que no lo quería admitir. "¿Me vas a salir con eso de que siempre has estado aquí?". Entonces me miró extrañado, como extrañándose de que le hubiera entendido. Malditos gatos. Para que digan de los roedores. 

Y mientras os cuento lo que me ha pasado con estos pequeños felinos, me pongo de fondo el "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band" para intentar centrarme un poco, con catastrófico resultado, no nos vamos a engañar. Prosigamos. 

El caso es que yo llevaba ya tiempo queriendo un gato. Quería tener un gato pero a un gato no lo tienes. El gato te tiene a ti. Pero es que tenía yo unos ratones en el corazón que quería ahuyentar y creo, creía, que eso solo lo puede hacer un gato (error gatastrófico, de nuevo). Comencé a zalamear a un gato, a ver si me lo traía al huerto (al de ajos, más concretamente), pero el gato que miau, que de qué iba. Al día siguiente, el mismo gato roneando, porque los gatos, los gatos, son así. Y que por qué no lo había invitado todavía a mi huerto. Y volví a invitarle y ni me contestó. Y pasé. Y voló de mí. Y se fue el gato. 

¿Que de qué hablo? Joder, estaría genial saberlo. 

El caso es que entre "come together"s y "baby you can drive my car"s, los gatos son todos todos Schrödingerianos. Te pongas como te pongas. Entonces a veces tienes gato, otras veces el gato te tiene a ti, otras veces no tienes gato, otras veces el gato tiene otra gata, otras tantas veces el gato tiene tantas gatas como vidas tiene el gato. Y otras, sencillamente, el gato está muerto al abrir la caja. Lo curioso es que siempre la acabamos abriendo. Con lo bonito que sería mantener la caja cerrada y pensar que tenemos un gato. Ahí, tan mono, con esos ojitos brillantes y esa cara de haber aniquilado cientos de pequeños ratoncitos y cienes de ratas asquerosas. 

Y cuando veo que el gato pasa de mí, intento usar la psicología inversa y le digo que ya no quiero saber nada de él. Y, con esos ojos de gato, me lanza una mirada que, por un segundo, la que está en el cielo con diamantes soy yo. Pero es que luego viene la caída. Y no hay ríos de mandarinas suficientes que amortigüen el impacto de esa caída. Y te sientes tan idiota. ¿Todo esto por un gato? ¿Este enfado? ¿Esta alegría? Malditos sean. Y luego decían de los roedores. 

Pero una cosa os digo. He decidido que voy a tener un gato. Y por mucho que ese gato quiera poner las reglas, las reglas ahora las pongo yo. 

Al final acabaré domando un gato. When I'm sixty-four, o así. 

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