Día doscientos tres.

Desperté con el ruido de cientos de cascos golpeando la calzada. ¿O seguía soñando? Las paredes de mi habitación a oscuras, estaban salpicadas de decenas de pequeños puntitos brillantes, el sol se colaba por cada una de las rendijas de la persiana. ¿Era tan tarde ya? <<Será alguna máquina de construcción o agrícola, a estas horas y un domingo... ¿a quién se le ocurre?>> Estiré el brazo para alcanzar mi móvil. Ojalá pudiera decir que lo hice solo para ver la hora, pero la maldita obsesión me hacía comprobar todas las mañanas, y en este riguroso orden: cuenta bancaria y sus últimos mensajes. Esos que no me volvería a enviar. Después de ver que todos mis números seguían igual- en rojo y cero mensajes no leídos-, conseguí reunir fuerzas y levantarme de la cama. El pie izquierdo siempre el primero, casi treinta y dos años haciendo lo mismo y pese a todos mis tics, jamás conseguí instaurar este, ¡bien por mí! Fui hacia la ventana y subí primero el estor, recordando una vez más que debía llamar al manitas que me lo puso al revés hace ya demasiados meses y al que nunca llamé para decírselo, culpa mía. Fui al otro lado de la ventana y comencé a subir la persiana, me costó un par de segundos acostumbrarme a la luz, no recordaba que hubiera tal cambio de luminosidad solo por la llegada de la primavera. Volví a mirar fuera y aquella visión me golpeó como un balón medicinal en la boca del estómago. No había ninguna máquina de construcción ni ningún tractor arando la calzada a lo loco. Cientos de majestuosos caballos blancos trotaban -o galopaban, qué sé yo- calle abajo (si es que se puede usar esta expresión en el llano). Abrí la ventana y salí al balcón. Cuando vi al vecino de la casa de enfrente con la boca abierta y sus pequeños ojos cerrados todavía más por el sol cegador de aquella mañana, fue cuando me di cuenta de que yo también tenía la boca abierta. Miré a ambos lados de la calle y no había ni una sola persona allí, todos parecían estar extasiados en sus balcones. El único ruido que se escuchaba era el de esas preciosas criaturas que no paraban ni un solo segundo. A izquierda y derecha no se veía el fin de la tropilla. ¿Dónde iban? ¿Acaso huían de algo?  
De pronto, como si una voz que nadie podía escuchar salvo ellos hubiera dado una orden, todos los caballos pararon a la vez. El pueblo entero se sumió en el silencio. Se respiraba calma, paz, tranquilidad. Aun así, algo estaba pasando, algo que nosotros no podíamos ver pero los caballos sí. Ellos estaban intranquilos aunque no se movían ni un centímetro del mismo sitio en el que habían parado tan abruptamente. 
Al final de la calle apareció un enorme caballo negro montado por un jinete cuya sola visión fue suficiente para erizar cada vello de mi cuerpo. No podía medir menos de dos metros e iba ataviado con apenas un par de trapos que le cubrían la cintura y los muslos. Tenía todo el torso y los brazos cubiertos de tatuajes de diseños vegetales geométricos en negro y rojo que resaltaban sobre su piel oscura. Llevaba la larga barba recogida con una serie de anillos pero la melena negra como el azabache ondeaba con un viento inexistente. Su pelo parecía lo único que se atrevía a moverse. Bajo unas cejas pobladas, resaltaban unos ojos verdes o azules, no lo sé. Contrastaban con el resto de sus facciones, parecía que no tuviera iris, que todo fuera blanco. Ya sabía lo que sentían los caballos que seguían inmóviles: pánico. 
El jinete miró a un lado y otro de la calle. Fijó su mirada en mí y se me heló la sangre. Antes de que me diera tiempo a pensar en lo que estaba pasando, hizo restallar un látigo enorme que había hecho aparecer de la nada y, en una milésima de segundo, se desató el caos. 
Todos los caballos volvieron a huir -ahora lo tenía claro- y el inmenso caballo negro y su jinete, comenzaron a desplazarse como si se deslizaran. Venía a por mí. 

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