Día doscientos cinco.

Soy una de esas personas a las que habría que pedirles un carnet para escribir. No sé. O inventar algún dispositivo que comprobase si es el momento idóneo para escribir. Que te parara cuando estás tan llena de rabia que la única opción es reventar y que todo vuele por los aires. Ay. Re. 

He escrito tantas cosas aquí. Y allí y allá. Porque me pasan cosas constantemente. Hoy mismo he reventado un bote de mayonesa contra el suelo. He reventado unos pantalones vaqueros. Y, después, me he pillado los dedos con la puerta. Todo esto en cuestión de media hora o menos. ¿Cómo no voy a escribir si no dejan de pasarme cosas? Pero, de verdad, que no pensé nunca que llegara a pasarme algo como lo que me ha pasado. (Venga, di "pasado" una sola vez más, maderfáquer)

Pero eso, por primera vez en la vida, no lo voy a contar. Porque duele tanto, me avergüenza tanto, me hace sentir tan culpable y tan mal y tan víctima y con tanta rabia y odio, que no puedo contarlo. Porque a veces cuento cosas y luego me arrepiento de contarlas. Porque pido ayuda en tres frases y ahí acaba todo. Porque tampoco hay mucho más que se pueda hacer. 

Anoche soñé que volaba. Que salía al balcón y cerraba los ojos. Desplegaba las alas (¿?) y comenzaba a volar. Y poco más, la verdad. 

Es cierto que cuando estás tan plena de rabia y solo tienes ganas de gritar, a mí me dan muchas ganas de escribir. Pero como no puedo escribir, entro en un círculo sin fin de escribir sobre lo mucho que quiero escribir algo que no puedo escribir. Y luego se me desgastan las teclas "b", "c", "e", "i", "r" y "s". 


Se me desgasta también la lengua de mordérmela. Pero eso es nuevo, porque hablar nunca se me ha dado bien. Por favor, por favor, Universo, que mi hija pueda siempre decir lo que quiere y lo que no quiere. 


Y ya.

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