Día doscientos catorce.

Hoy ha sido uno de esos días en los que me despierto bajo unas mantas de hormigón que me impiden moverme. Aun retirándolas, el peso sigue ahí y ya no sé dónde termina mi cuerpo y dónde empieza mi cama. Al estirar la mano, lo primero que he encontrado ha sido un bigote de uno de mis gatos. Lo he apretado con fuerza y me he levantado. 

Al subir la persiana del balcón de mi habitación, he visto cómo un remolino rompía el aire frente a mí, era una golondrina que trazaba un arco perfecto entre puerta y columna para acabar posándose en la barandilla frente a mí. Ajena a mi presencia, la golondrina ha comenzado a cantar mientras me miraba directamente, quizá sin verme tras la sutil cortina. 

Ha dado unos saltitos, unas vueltas sobre sí misma, se ha hinchado y ha vuelto a cantar con más fuerza. ¿Llamaría a alguien? Aquí el nido las está esperando y ella es la primera que viene al balcón esta primavera.

De pronto, la golondrina ha echado a volar y me ha dejado allí sola, mirando por la ventana, buscándola para intentar seguir ese vuelo circular y, en apariencia, caótico. Y entonces he empezado a notar que algo vibraba en mi mano, ¿será por eso que los llaman vibrisas? Lo he apretado con fuerza mientras me lo acercaba a la cara y he empezado a jugar como siempre: 

—¿Estás ahí? Vibra.

La vibrisa vibraba.

—¿Estás ahí? Para.

La vibrisa paraba. 


Me gusta jugar a cosas que me dan pavor, hace que me sienta más viva.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Día doscientos doce.

Día ciento veintisiete.

Día quince.