Entradas

Día doscientos trece.

Estaba yo aquí estudiando contabilidad un sábado noche, mientras hago copias de seguridad de un viejo móvil cuando me he preguntado: ¿jope, cuánto llevo sin escribir? (Igual "jope" no ha sido la palabra exacta, pero es que tengo que aprovechar para decir tacos cuando Emma duerme.) No sé si es la crisis de los treinta y cuatro o un ataque mortal de necesidad de síndrome del impostor, pero tengo el *maldito* borrador de mi primer libro ahí, en una carpetilla cutre que hace que se suelten todos los folios cada vez que la toco, mirándome como diciendo "¿y ahora qué?"... Un borrador sobre el que sé que tengo que trabajar, pero que no me atrevo, que no tengo ganas, que no sé qué me pasa. Si sigo así igual... yo qué sé. Tengo un problema grande porque si me presento como "escritora", si lo que más me gusta -además de leer- es escribir y si ambas cosas me han salvado la vida ya varias veces, ¿por qué no escribo? ¿Qué me frena? ¿Seré yo?  Bueno, al menos la respues

Día doscientos doce.

Hoy le he pedido a Chat GPT que me diera cinco palabras aleatorias (espejo, elefante, guitarra, manzana y martillo), un título para un relato sobre esas palabras, un nombre de hombre inventado (Alistair Bronton) y un nombre de ciudad inventado (Velorianza). Este es el resultado (comienzo a escribir a las 20:17 h).  El Reflejo del Elefante: Aventuras Musicales entre Manzanas y Martillos No era un día como otro cualquiera para Alistair Bronton. Nuestro protagonista sabía que aquel día podría cambiar su vida. Tras unos meses intensos de prueba y error, había conseguido, por fin, hacer realidad uno de los sueños de su vida: tener su propia banda.  El primer integrante había sido el más fácil de encontrar: Charles Evans, oriundo de su misma ciudad, Velorianza, al que llamaban "Manos de Plata" por su habilidad para tocar la guitarra y para trabajar la madera, pues era ebanista de profesión. Evans había tardado exactamente treinta y cinco minutos en ponerse en contacto con Bronton d

Día doscientos once.

Creo que, al final, la clave es no agobiarse. Es hacer, todos los días, pero sin exigirse porque somos humanos y tenemos un límite y otras cosas (a veces nada, simplemente).  Echo en falta las notificaciones y que me arda el móvil. Una cachimba contándonos cosas que no tienen ninguna importancia, aunque parezca que sí. No ser escritora ni nada más. Hacer un trabajo sin sentido y sin sentirlo. Nada, el vacío, todo blanco onírico. Un sueño, sí.  Envolverme en una nube densa con olor a frutas para volver a despertar y ver que esas no son mis gafas, que no veo. Que ha vuelto el delirio y no sé ni quien soy. Porque no soy, solo finjo. Me duele este hombro hoy.  A veces me miro en el espejo y me veo otra vez sujetando una estrella de mar que me tapa lo que puede. Como puede. Y veo más allá y escucho el mar, aunque esté a 184 kilómetros.  Siempre pienso, bueno, no, siempre no. Alguna vez. Hoy y poco más, en realidad. ¿Si hubiera contestado a ese correo? ¿Me habría asqueado antes o habría segu

Día doscientos diez.

Otra vez siento esa necesidad imperiosa de escribir. Nada y para nadie. Hice muchas cosas mal pero ninguna de una gravedad tan grande como para merecer el destierro. ¿O sí? Es tan difícil salir y mirar. Sobre todo cuando no sabes qué es lo que hay que mirar.  Me quedé con las ganas de decir, ¡eh! ¡soy yo! ¡fui yo!  Dos horas dan para mucho más de lo que puedes a priori imaginar. ¿Dos? Quizá algo más. La soledad y la calma, el silencio en medio del sonido atronador. Te despejan la mente y te permiten pensar con claridad. ¿Seré yo...? Sí, fui yo. Ahora ya no soy pero entonces sí, lo fui. Y te empiezas a retorcer en tu asiento y a sentirte mal y todo te duele y suena otra canción que te atraviesa como una lanza. O una flecha o una jabalina. Todo es mentira. Todos tus recuerdos no son ciertos. ¿Ahora qué vas a hacer?  He perdido la chispa, ya no sé. 

Día doscientos nueve.

Y en medio de la noche un estallido. Justo en el mismo momento en el que él, por fin, me iba a besar. Terminé de despertarme y se acabó.  Todo estaba cubierto de un polvo anaranjado. Pero, ¿qué más daba ya? Nos habíamos acostumbrado al caos. Total, otra bomba ya no iba a cambiar nada.  ----------------------- Corríamos entre campos de maíz. Ya estaba bastante crecido, ¿sería septiembre? No había forma de saberlo. Todo alrededor era caos silencioso. Gente asustada, corriendo y llorando a mares pero en silencio. Mirándolo por el lado positivo, las palomitas saldrían saladas, sin duda. Estaba cansada. ¿Cuándo se iba a terminar?  ------------------------- "¿Te gusta? La verdad es que el patio es más grande de lo que esperábamos, pero así podremos disfrutarlo cuando haga buen tiempo. Algún día." Todo era gris y el polvo en suspensión lo cubría todo. Pero ya nos habíamos acostumbrado.  ¿Te imaginas?

Día doscientos ocho.

No quería despertar. Y sabía que tenía que hacerlo pero es que estábamos a 19 de enero y no quería volver a escuchar las mismas tonterías una y otra y otra vez. Se volvió a tapar la cabeza con la manta. Así seguro que ganaría un par de minutos. Quizá hasta cinco. Siete si tenía suerte.  Su madre volvió a llamar a la puerta.  - ¡Venga, cariño, que ya es hora! ¿Cuántas tiempo más podría hacerse la sorda? Bueno, iba a probar de todos modos a seguir en la cama. ¿Qué podía perder?  - ¡Ostras, el autobús!  Todas las mañanas lo mismo. Se levantó de la cama corriendo y comenzó a vestirse sin ningún orden. Ya se ducharía a la vuelta. Salió volando a la cocina y se metió una tostada en la boca mientras su madre intentaba recordarle que esa tostada no era para ella. Pero a ella le daba igual, su madre hacía las mejores tostadas del mundo y no le importaba robársela a quien fuera. Tomó un trago de leche de un vaso que había sobre la mesa, probablemente tampoco fuera para ella, y le dio un beso a s

Día doscientos siete.

Rafa llegó a casa agotado. Había trabajado más de doce horas aquel día. Y no solo eso, el calor infernal de los últimos días se le había metido en todos los poros de su cuerpo, tanto que se sentía hasta incapaz de sudar, por muy poco sentido que eso tenga, él lo sentía así. Decidió meterse en la ducha. Ni siquiera hizo el amago de poner el agua templada. Se desnudó en tres segundos y medio y se metió dentro, abrió a tope el grifo de agua fría y sintió como su cuerpo entero explotaba ante el contraste de temperatura. Eso era vida.  Tampoco era él un derrochón así que se dio una ducha rápida. Salió en cuestión de un par de minutos, totalmente refrescado y viendo el mundo de una manera distinta. Ya le volvía a gustar su vida. Incluso había olvidado el incidente con su vecina de hacía apenas media hora (ella le había cerrado la puerta del portal y, posteriormente, la puerta del ascensor en sus narices). Ahora lo único que le apetecía era un poco de dulce .  Se puso unos pantalones cortos y