Día doscientos diecinueve.
Ayer bajé al centro. Desconozco por qué hablo de bajar en plena llanura, pero sí, bajé. Y al final acabé bajando todavía más. Mucho, muchísimo más. Lo encontré totalmente distinto y exactamente igual a como lo recordaba. Recorrí calles que llevaba años sin pisar y todos los recuerdos entraron sin llamar a la puerta. Agolpándose unos contra otros y provocando un colapso difícil de tragar. En las plazas, vi adolescentes adolesciendo y haciendo tonterías que me recordaron, inevitablemente, a las que solíamos hacer. Mientras se tiraban bolas de papel y se insultaban, me vi rodeada de mis amigos, abrazando a desconocidos sujetando un cartel de cartón en el que informábamos de que, sí, aquella tarde repartíamos abrazos gratis. Abrazos gratis. Si hubiera sabido yo entonces del poder de algunos abrazos, quizá no habría dejado de dar abrazos gratis nunca. Quizá habría luchado por conseguir que se proclamara el día oficial de los abrazos gratis y quizá no estuviera escribiendo hoy esto porque no...