Entradas

Día doscientos diecinueve.

Ayer bajé al centro. Desconozco por qué hablo de bajar en plena llanura, pero sí, bajé. Y al final acabé bajando todavía más. Mucho, muchísimo más. Lo encontré totalmente distinto y exactamente igual a como lo recordaba. Recorrí calles que llevaba años sin pisar y todos los recuerdos entraron sin llamar a la puerta. Agolpándose unos contra otros y provocando un colapso difícil de tragar. En las plazas, vi adolescentes adolesciendo y haciendo tonterías que me recordaron, inevitablemente, a las que solíamos hacer. Mientras se tiraban bolas de papel y se insultaban, me vi rodeada de mis amigos, abrazando a desconocidos sujetando un cartel de cartón en el que informábamos de que, sí, aquella tarde repartíamos abrazos gratis. Abrazos gratis. Si hubiera sabido yo entonces del poder de algunos abrazos, quizá no habría dejado de dar abrazos gratis nunca. Quizá habría luchado por conseguir que se proclamara el día oficial de los abrazos gratis y quizá no estuviera escribiendo hoy esto porque no...

Día doscientos dieciocho.

—Dime que no eres real.  —¿Por qué?  —Tú solo dímelo.  Él la mira divertido, a punto de hacer algún chiste, de soltar alguna burrada, pero lo que ve en los ojos de aquella mujer, le hace frenarse. Hoy hay un brillo distinto en ellos, algo que no había visto antes y, de pronto, se siente algo raro, ya que había estado convencido hasta ese mismo momento de que la conocía como si se hubieran encontrado hacía toda una vida.  Ella lo sigue mirando con intensidad, como si quisiera atravesar su piel para conocer la respuesta que espera. No es ansiedad, no es desconfianza, no es duda, es algo distinto. —Dímelo. De nuevo, ese brillo en los ojos que él ahora ha podido reconocer. No es ansiedad, no es desconfianza, no es duda... —¿Qué es lo que te da tanto miedo? —pregunta él mientras la abraza.  Ella solo es capaz de lanzar un suspiro, uno de esos que nacen desde el fondo del alma. Se acurruca en su pecho, refugiándose como una niña, mientras él comienza a acariciarle el ...

Día doscientos diecisiete.

Imagen
Eran exactamente las tres y treinta y tres de la madrugada cuando enfilé el último tramo de carretera en dirección a casa. Volvía después de una visita nocturna de esas inesperadas, de esas que aparecen de la nada como un personaje secundario en un sueño cualquiera. El año comenzaba, aunque apenas pudiera verlo, porque al girar en esa última curva, empecé a atravesar bancos de niebla. El primero apenas una nubecita, como cuando pellizcas un algodón de azúcar y comienzas a tirar levemente para llevarte un buen trozo a la boca. El segundo ganó densidad. Para cuando llegó el quinto, casi no podía ver un metro más allá. Nunca me ha puesto nerviosa la niebla, estoy acostumbrada y, de hecho, me gusta conducir en esas mañanas que auguran tardes de paseo, pero esa noche había algo aterrador en el brillo que me devolvía el manto blanco que envolvía mi coche por completo. Era cegador. Di las gracias por encontrarme a menos de un kilómetro de casa y me sorprendí a mí misma intentando relajarme la...

Día doscientos dieciséis.

Me salvó el amor de mi vida.  Me di al alcohol, a la noche, a la furia, a la tristeza, al desahogo a gritos en mitad del caos, a la lujuria, al miedo. Me di de bruces contra el suelo una y mil (millones de) veces. Me di la espalda, me apuñalé, me vacié y me llené de basura. Lo perdí todo menos la memoria y la memoria me fue matando. Me hice víctima y verdugo. Me regodeé en el dolor, me dañé, me herí, me recreé en el sufrimiento, me bañé en la miseria, me retorcí de gusto en la angustia. Todos estaban contra mí, yo no tenía culpa de nada. Nadie me quería, nadie me escuchaba, nadie me veía. Y un día exploté y lo puse todo perdido (de dolor que es un color feísimo). Me vacié por completo y me tocó volver a llenarme y fue entonces cuando descubrí quién había estado ahí siempre aguantando, quién me había recogido todas las veces del suelo, quién me escuchaba cada noche, quién me abrazaba cuando estaba sentada en el suelo pensando en lo impensable, quién me juzgaba con fiereza pero nunca...

Día doscientos quince.

Seguí andando porque pensaba que sabía el camino. Pero no lo sabía. Me habían cambiado la ruta, las señales y el destino  en un cerrar de ojos.  No me había dado cuenta...  ¡Es que no lo sabía! Así que seguí andando.  Y anduve                    anduve                                   anduve. Llegué a unas escaleras y las bajé.  Llegué a un puente y lo crucé.  Llegué a una puerta y llamé.  Llegué y me grabé el mensaje bajo la piel.  Y allí de pie, con los brazos abiertos,  con la piel cayendo a tiras, me entregué.

Día doscientos catorce.

Hoy ha sido uno de esos días en los que me despierto bajo unas mantas de hormigón que me impiden moverme. Aun retirándolas, el peso sigue ahí y ya no sé dónde termina mi cuerpo y dónde empieza mi cama. Al estirar la mano, lo primero que he encontrado ha sido un bigote de uno de mis gatos. Lo he apretado con fuerza y me he levantado.  Al subir la persiana del balcón de mi habitación, he visto cómo un remolino rompía el aire frente a mí, era una golondrina que trazaba un arco perfecto entre puerta y columna para acabar posándose en la barandilla frente a mí. Ajena a mi presencia, la golondrina ha comenzado a cantar mientras me miraba directamente, quizá sin verme tras la sutil cortina.  Ha dado unos saltitos, unas vueltas sobre sí misma, se ha hinchado y ha vuelto a cantar con más fuerza. ¿Llamaría a alguien? Aquí el nido las está esperando y ella es la primera que viene al balcón esta primavera. De pronto, la golondrina ha echado a volar y me ha dejado allí sola, mirando por la...

Día doscientos trece.

Estaba yo aquí estudiando contabilidad un sábado noche, mientras hago copias de seguridad de un viejo móvil cuando me he preguntado: ¿jope, cuánto llevo sin escribir? (Igual "jope" no ha sido la palabra exacta, pero es que tengo que aprovechar para decir tacos cuando Emma duerme.) No sé si es la crisis de los treinta y cuatro o un ataque mortal de necesidad de síndrome del impostor, pero tengo el *maldito* borrador de mi primer libro ahí, en una carpetilla cutre que hace que se suelten todos los folios cada vez que la toco, mirándome como diciendo "¿y ahora qué?"... Un borrador sobre el que sé que tengo que trabajar, pero que no me atrevo, que no tengo ganas, que no sé qué me pasa. Si sigo así igual... yo qué sé. Tengo un problema grande porque si me presento como "escritora", si lo que más me gusta -además de leer- es escribir y si ambas cosas me han salvado la vida ya varias veces, ¿por qué no escribo? ¿Qué me frena? ¿Seré yo?  Bueno, al menos la respues...