Día doscientos dieciséis.
Me salvó el amor de mi vida. Me di al alcohol, a la noche, a la furia, a la tristeza, al desahogo a gritos en mitad del caos, a la lujuria, al miedo. Me di de bruces contra el suelo una y mil (millones de) veces. Me di la espalda, me apuñalé, me vacié y me llené de basura. Lo perdí todo menos la memoria y la memoria me fue matando. Me hice víctima y verdugo. Me regodeé en el dolor, me dañé, me herí, me recreé en el sufrimiento, me bañé en la miseria, me retorcí de gusto en la angustia. Todos estaban contra mí, yo no tenía culpa de nada. Nadie me quería, nadie me escuchaba, nadie me veía. Y un día exploté y lo puse todo perdido (de dolor que es un color feísimo). Me vacié por completo y me tocó volver a llenarme y fue entonces cuando descubrí quién había estado ahí siempre aguantando, quién me había recogido todas las veces del suelo, quién me escuchaba cada noche, quién me abrazaba cuando estaba sentada en el suelo pensando en lo impensable, quién me juzgaba con fiereza pero nunca...