Día doscientos diecinueve.
Ayer bajé al centro. Desconozco por qué hablo de bajar en plena llanura, pero sí, bajé. Y al final acabé bajando todavía más. Mucho, muchísimo más. Lo encontré totalmente distinto y exactamente igual a como lo recordaba. Recorrí calles que llevaba años sin pisar y todos los recuerdos entraron sin llamar a la puerta. Agolpándose unos contra otros y provocando un colapso difícil de tragar. En las plazas, vi adolescentes adolesciendo y haciendo tonterías que me recordaron, inevitablemente, a las que solíamos hacer. Mientras se tiraban bolas de papel y se insultaban, me vi rodeada de mis amigos, abrazando a desconocidos sujetando un cartel de cartón en el que informábamos de que, sí, aquella tarde repartíamos abrazos gratis. Abrazos gratis. Si hubiera sabido yo entonces del poder de algunos abrazos, quizá no habría dejado de dar abrazos gratis nunca. Quizá habría luchado por conseguir que se proclamara el día oficial de los abrazos gratis y quizá no estuviera escribiendo hoy esto porque no haría falta. Ayer me perdí, en calles que he recorrido tantas veces que pensaba que podía dibujarlas con los ojos cerrados, pero siempre se me olvida que yo no sé dibujar. Nunca he sabido. Quizá algún día aprenda. Da igual. Ayer me perdí, pero me vi de nuevo, agarrada del brazo de mis amigas, paseando por aquella calle en la que había un mono que te hacía botar del susto, aunque estuvieras esperándolo. Soy incapaz de recordar el sonido, aunque tenga la imagen grabada en la retina ad aeternum. Vi parejas de amigas cruzándose con parejas de amigos y las conversaciones eran las mismas, aunque nos separaran veinte años. «¿Es qué no me va a saludar tu amiga?» «¿Qué le dijiste en tu último mensaje?». Conversaciones salpicadas de algunas palabras que no supe entender, pero somos las mismas, veinte años más tarde o veinte años antes, las mismas. Me perdí porque me dio por querer encontrarme y, en esa búsqueda sin sentido acabé retorciéndome en un callejón que no recordaba haber visto antes. ¿Cómo iba a encontrarme? Entonces, hace veinte años, porque veinte años hace, yo era yo. Sabía quién era, tenía la certeza total de ello. Mi existencia era real, era palpable, era cierta. Hoy no. Con quince años tenía tan claras todas las cosas que ya me fastidia que mi nombre no fuera otro. Hoy, no. Veinte años después, en las mismas calles —aunque distintas— me perdía mientras intentaba encontrarme. Me choqué, pedí perdón, me aparté y me quedé mirando un escaparate de una antigua tienda de congelados que antes había sido una zapatería y que ahora, curiosamente, recogía una muestra increíble de antigüedades como queriendo recordarme por qué estaba ahí realmente. Y, ¿por qué estaba ahí realmente? Mientras miraba una foto de un rebaño de ovejas que me rompía el alma —porque las ovejas tienen ese poder en mí—, recordé que hacía tiempo que no me sentía bien entre tanta gente y reanudé el paseo. Me impregné de olores que no había olido, vi gente que no había visto, escuché términos que nunca había escuchado. Me dejé llevar por el rebaño. Me paré a mirar escaparates, me reí al escuchar algunas frases, me sonrojé al vislumbrar algunas miradas que no eran para mí, pero, ¿qué más daba ya? Giré una vez a la derecha y otra vez a la derecha y cuando giré de nuevo, llegué al punto desde el que había empezado el paseo y me dieron ganas de salir corriendo y gritar que no, que no sé quién soy. Sujeté los libros con fuerza contra mi pecho —porque irremediablemente acabé comprando cinco libros en una de esas librerías que a la Pao de quince años le habrían volado la cabeza— y apreté el paso. No iba a convertirme yo en un despojo humano sollozante en el Altozano, ahora no, eso ya lo he hecho muchas veces y recomiendo saltárselo. Cuando pasaba por la Diputación, no pude evitar tocar una de esas marcas de los impactos de metralla que siempre acaricio cuando paso por allí desde que tengo uso de razón. Ya de forma casi inconsciente, como un tic, algo incontrolable. Llegué al coche pensando que echaba de menos vivir en Albacete. Que lo echo de menos. Que lo echo mucho muchísimo de menos. Más de lo que podía imaginar. Porque me recuerda a cuando, hace veinte años, yo ya sabía todo lo que era y no dudaba de ello ni un poquito. Y, de una forma rara y nueva, siento envidia de mí. Ay, Pao, de hace veinte años, si tú te vieras...
Voy a compartir este texto en Instagram, porque intenté desactivarme ayer la cuenta —por segunda vez esta semana— y no pude. Si no me dejan irme, que me echen.
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